lunes, 4 de julio de 2016

Una hermosura ubicua y decadente, melancólica y misteriosa Gustavo Rubén Giorgi

Enviado por Letralia, Tierras de Letras
Venecia
Los colores en Venecia son abigarrados.
A Venecia no se va a admirar ni a juzgar. A Venecia va uno maliciando que será presa fácil del estupor y el encanto, ¡tanto lo han prevenido las generaciones de visitantes y viajeros sobre el irresistible poder de su sortilegio, que se dispone mansamente a confesar la primacía de su belleza!
Una hermosura que es, desde luego, ubicua, y además, pudiera caracterizarse como decadente y melancólica, pero por sobre todo misteriosa, aun en el estallido de su deslumbradora policromía.
No importa a qué rincón de Venecia nos conduzca el propicio hado que nos trajo hasta aquí. Así Cannaregio como Santa Croce, Dorsoduro y San Marco, San Polo y la Giudecca, todos los barrios e islas parecen animados por un mismo espíritu que embruja a cada paso desde la fachada espléndida, la magnificencia de la iglesia y el monasterio o en cada sotopòrtego que, calando un edificio hasta insuflarle ánima, se abre a otro paisaje o a la callejuela con promesa de arcano.

Como en la Peschería del Rialto el puestero saja con hábil trazo de cuchillo el pez para eviscerarlo, todavía vivo y palpitante, del mismo modo el Gran Canal hiende el cuerpo doliente de la ciudad para mostrarnos sus maravillas.  
Los colores en Venecia son abigarrados, como si la República, en la cima de su poderío, no hubiera podido disponer de todos ellos en los innumerables palacios, depósitos de mercaderías, templos, arsenales y edificios de la administración civil. Y se repiten en los mercados de pescado, de fruta, de artesanías de flores, reflejándose y multiplicándose hasta el vértigo en la urdimbre de canales que atraviesan la ciudad.
Es necesario hacer un alto para asimilar tanto prodigio, recobrar el aliento y respirar. Y Venecia, a la que los siglos le han dado la forma perfecta de un pez (¿qué otra silueta podría tener la Señora de la Laguna si nació y vive en las aguas?), respira por las branquias del Gran Canal, detto il Canalazzo, por los venecianos de antaño y por los de hogaño.
¿De qué hablar, o hacer mentas o encomio que no se haya hecho ya un millón de veces de los palacios Calbo Crotta, Flangini, Marcello, Querini, Emo, Fontana Rezzonico, Michiel del Brusà, Barzizza, Falier y Cavalli-Franchetti, en una banda, y de los de Gritti, Giovanelli, Battaglia, Ca’ Pesaro, Bembo, Grassi, Mocenigo y Cappello Malipiero en la otra, entre decenas de ellos?
Como en la Peschería del Rialto el puestero saja con hábil trazo de cuchillo el pez para eviscerarlo, todavía vivo y palpitante, del mismo modo el Gran Canal hiende el cuerpo doliente de la ciudad para mostrarnos sus maravillas. Los frescos de los frentes, los mármoles y hierros de las escaleras y las maderas de las esculturas exponen generosamente su belleza y su dolor, porque la carcoma del tiempo y de los elementos no ha tenido piedad de Venecia.
El efecto es grandioso, pletórico de orgullo y dignidad.
Esas aguas que vemos ensañarse con las reliquias de un pasado glorioso atravesaron bravías y azules las columnas de Hércules, perdieron intensidad en el Tirreno, ante el rompeolas natural que es Italia y, ya verdosas y cansadas, remontaron el Adriático hasta la Laguna. Ahora vienen a lamer los columnas de Ca’ d’Oro, a inundar su atrio y a socavar sus cimientos.
Pero Venecia no se queja. Intuye que esta muerte lenta y ceremoniosa cuadra a su grandeza y a su pasado guerrero, porque no sería justo ni para los hombres ni para su fama desaparecer bruscamente. La grandeza de Venecia requiere de una despedida solemne y melancólica.
¿Teatral, tal vez, como una noche en La Fenice?
¿Desvergonzada y brillante como una noche de Antonio Vivaldi?
¿Desbordada de sueños, como una noche de Marco Polo?
¿O exhibicionista y sensual, como una noche de Giacomo Casanova?
Si nuestra irrecusable muerte tiene por lo menos un consuelo, ese es el de que no veremos el fin de La Serenissima.


Venecia
Antes de recogernos hemos visto, aquí y allá, encenderse luces indecisas en el Gran Canal.
Cuando el ocaso enciende el bullicio y la mundanidad en la Plaza de San Marcos, aun el visaje augusto del León, repetido en bajorrelieves, esculturas y pendones, nos recuerda que las sombras enseñorean la ciudad y que, dentro de pocas horas, no oiremos siquiera en las desiertas calles ni el rumor de un desvelado vaporetto. En el lecho, mientras meditamos en las cosas vistas y en los estragos de las edades, que no se quieren dejar de opacar el brillo de aquéllas, porque nos hablan a nosotros, sabremos que dichosamente estamos en Venecia. El silencio es tan profundo y denso, y las retinas tan empeñosas en redundar pasmos de belleza, que si estamos ciertos en el dónde no es tan fácil responder el cuándo, así que, por las dudas, juzgamos prudente no asomarse a las ventanas del hotel.

Son los venecianos, y están muertos. Sólo un reducido número de servidores admiten las ánimas, sólo a esta hora, cuando la llovizna en las tinieblas se ha encargado de disipar todo vestigio de presencia extraña.  
Antes de recogernos hemos visto, aquí y allá, encenderse luces indecisas en el Gran Canal. Aguzando la vista se puede llegar a ver —o adivinar— un perfil que se recuesta en un sillón junto a la ventana. La actitud se repite una y otra vez en los suntuosos palacios de oclusos portales y tapiadas ventanas, como obedeciendo a una señal que no podemos ver ni oír.
La lentitud de la embarcación permite, sin embargo, corroborar que las siluetas nunca vuelven el rostro, y aunque a la distancia resulte posible descifrar algún rasgo, el cuadro abierto al mundo del palacio renacentista o gótico sólo deja ver perfiles de indiferencia y desdén.
Son los venecianos, me digo.
El ajetreo con el mapa, la curiosidad, el cambio y demás banalidades que son el avío del turista nos han hecho reparar en la ciudad y olvidar a sus habitantes.
Son los venecianos, y están muertos. Sólo un reducido número de servidores admiten las ánimas, sólo a esta hora, cuando la llovizna en las tinieblas se ha encargado de disipar todo vestigio de presencia extraña.
Déjenme creer que el misterio me ha sido revelado por lo menos hasta mañana, cuando el trajín de las góndolas vuelva a agitar las aguas y el paso apurado de los porteadores indostanos estorbe la incesante metralla de los turistas japoneses.

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Gustavo Rubén Giorgi

Abogado y escritor argentino (Zárate, Provincia de Buenos Aires, 1955). Trabaja como funcionario público en el cargo de jefe del Registro Civil de Zárate. Ha publicado Cuentos de la resignación (Editorial Dunken, Buenos Aires, 1997), el libro de relatos históricos El profeta y el traidor (Ediciones Proa, Buenos Aires, 2000), los poemarios El último bien (Proa, 2001), El retorno de Hipsipila (Alloni-Proa, Buenos Aires, 2005) y Acechanza de reflejos (Proa, 2009), la colección de ensayos Aunque sean los papeles rotos de las calles (Alloni-Proa, 2005) y un volumen con el relato “El emisoriario” y el soneto “Elección” (colección “Biblioteca Mínima” del diario Opinión; Cochabamba, Bolivia, 2007). Además, textos suyos aparecen, traducidos al italiano, en la Antologia della Poesia Argentina Contemporanea (Edizioni Sentieri Meridiani, traducción de Emilio Coco; Foggia, Italia, 2007). Ha dado conferencias sobre cine, historia y literatura en Buenos Aires, y en el interior y exterior de Argentina. Integra el plantel de colaboradores permanentes de la revista Proa, fundada en 1922 por Jorge Luis Borges y en la que ha publicado cuentos, poemas y ensayos desde 1998. En 2009 fue jurado, en el género Novela, para la Faja de Honor 2009 de la Sociedad Argentina de Escritores (Sade).

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