sábado, 4 de julio de 2015

Paulina Juszko entrevistada por Rolando Revagliatti: respuestas y poemas

Hemos recibido, gentilmente -como es habitual- una entrevista realizada por el escritor Rolando Revagliatti. Dada su extensión y para "degustar" mejor su contenido, hemos decidido publicarla en varias etapas. Y al final una selección de sus poemas...

Paulina Juszko: sus respuestas y poemas


Entrevista realizada por Rolando Revagliatti


 Paulina Juszko nació el 18 de febrero de 1938 en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, y reside en Villa Elisa, localidad del aglomerado urbano Gran La Plata, Argentina. Cursó los profesorados de Letras y de Francés en la Universidad Nacional de La Plata, sin completarlos. Se desempeñó en tareas docentes: asistente social (Dirección de Psicología y Asistencia Social Escolar), profesora de francés (Alianza Francesa de La Plata) y traductora. Colaboró en diarios y revistas de su provincia, ha sido incluida en antologías e incursionó en radio como columnista o co-conduciendo en varios programas. En francés y en castellano dictó conferencias y participó como ponente en Encuentros y Jornadas de Escritores. Coordinó talleres y mesas de debates, integró jurados en diversos concursos y ha sido traducida al italiano y al ruso. En 2006 recibió el Premio Virtud a la Ética, el Trabajo y la Solidaridad (Ministerio de Desarrollo Social de la Nación – Fundación “Principios”) y en 2009, en ocasión del Día Internacional de la Mujer, la distinción Mujer Destacada de Villa Elisa (Delegación Municipal). Publicó dos poemarios: “Poemas del Yo dios” (1957) y “Chant posmoderne” (1990, en francés); tres novelas: “Te quiero solamente pa bailar la cumbia”(Ediciones de La Flor, 1995), “Esplendores y miserias de Villa Teo” (Ediciones Simurg, 1999; Tercer Premio de Novela 1998 del Fondo Nacional de las Artes) y “El año del bicho bolita” (Editorial Dunken, 2008); un volumen de ensayo: “El humor de las argentinas” (Editorial Biblos, 2000); y una obra de carácter testimonial: “Vivir en Villa Elisa” (Libros de la Talita Dorada, 2005; declarada de interés cultural por la Municipalidad de La Plata).


         1 – Ciudades rioplatenses, las tuyas.

          PJ – Así es: infancia en Berisso, juventud en La Plata y madurez en Villa Elisa. Soy hija de inmigrantes procedentes de la aldea de Zuchowicze (en la actual Bielorús). Fallecieron poco después de llegar a Berisso. “Mis orígenes se remontan a la sal:

saladeros de don Juan Berisso y lágrimas. La sal conserva, saboriza, alivia y desinflama; pero también corroe, esteriliza y mata. Lágrimas de desarraigo de nuestros padres, lágrimas que aumentaron la salinidad del mar para convertirse en nostalgia al desembarcar. Disueltas en el río de orilla fangosa y llena de cangrejales… Fue cuando empezó a manar, dulce y salobre a la vez, el silencioso canto del trabajo.” En un texto titulado “Beribel” —que se publicó en la revista de la Asociación de Entidades Extranjeras en ocasión de la 23ª Fiesta Provincial del Inmigrante (octubre/2000)— yo comparaba a Berisso con la torre de Babel: “También fue un intento de tocar el cielo con las manos. También fue abatido al cerrar los frigoríficos Swift y Armour. Pero ellos sobrevivieron, agarrados con uñas y dientes a las ruinas. Habían aprendido a entenderse pese a la multiplicidad de lenguas. Eso y una extraña pertinacia, aunada a un extraño amor, les permitió reconstruir y reconstruirse. Entonces Él —que es versátil—  los premió con nietos que hablaron todos el mismo idioma.”

          En cuanto al lugar donde ahora habito, mi “petite patrie” de adopción, alguna vez lo describí así:


“Villa Elisa agreste, desprolija, barrosa. Te salvan

tanto cielo magrittiano                       

tantos trinos

tanto susurrar de frondas

tantos zumbidos en el aire de verano

tanta frescura de brisa en la piel recalentada

tantos perfumes en las noches quietas

tanta densidad de silencio en las mañanas.”


          La Plata, esa ciudad geométrica, nunca me inspiró un sentimiento profundo. A Berisso de chica lo odiaba porque me parecía feo, a Villa Elisa aprendí a quererla con el tiempo, pero La Plata me parece una ciudad muy “careta”. Aunque se me identifica sobre todo como escritora platense.

          Me considero un producto de esa inmigración que no consiguió hacerse la América y ni siquiera vivió lo suficiente para contarlo, una self made woman en todo sentido —material y espiritual—, y un exponente acabado de la decadencia finisecular.



          2 - ¿Pecados, virtudes, adoraciones, odios…?


          PJ - De los pecados capitales los tengo todos menos dos (les dejo la inquietud de adivinar cuáles me faltan). Me adornan pocas virtudes: lucidez, amor por la justicia, generosidad, valentía, fidelidad, perfeccionismo, puntualidad; en cambio, los defectos pululan en mí: soy colérica, gruñona, peleadora, impertinente, brusca, altanera, ambiciosa, eternamente insatisfecha… Alguien dijo (creo que fue Balzac) que el peor de todos los defectos es no tener ninguno.

          Amo la belleza, la inteligencia, el humor, la elegancia, los viajes, las piscinas, la siesta, la lectura, los jardines, el buen vino, los perros… Adoro a mis mascotas, las dos perras Bubú y Nana y el gato Kuro. Odio la reiteración, los koinós topos, la parlalpedo, el lenguaje altisonante, el sentimentalismo barato, la moralina, la mentira, las películas de acción, el fútbol… Cultivo numerosas manías, como repetir hasta el cansancio alguna palabreja o nombre que se me ocurre al despertar o dar vuelta las galletitas para que presenten todas el anverso.

          Soy un ser esencialmente solitario, pero no me disgusta socializar de cuando en cuando y alguna vez escribí al respecto: “A veces me canso de mi vida de loba y me pongo la piel de cordera para asistir a sus ágapes. Al principio sus balidos me resultan interesantes, armoniosos y tan correctos, nunca una nota más alta que la otra: las bondades del corral, los premios obtenidos en las exposiciones, la calidad de ciertas pasturas, las delicias ovinas del amor, de la procreación… Escucho pacientemente, pero no puedo balar. Mi desasosiego crece, me pregunto qué pasaría si de pronto lanzara un aullido, uno solo, largo y desesperado. Si abriera una boca llena de dientes carniceros para aullar mi soledad, mi rabia, mi dolor. Las imagino desertando la mesa, huyendo despavoridas, en desorden, con balidos horrorizados pero literarios al fin, siempre con altura, con elegancia. Con ese savoir faire que una loba sin manada nunca podrá tener.”

          Descreo del amor de pareja, donde siempre hay uno que quiere fagocitar al otro. Suscribo a lo que piensa Susan Sontag: es una ficción esencial, una danza más del ego solitario. Sólo tocamos “la envoltura de un ser cuyo interior accede al infinito” (Proust, “La prisionera”). Amé a varios hombres —evidentemente nadie escapa a la ley natural—, pero si hago el balance, hubo más pena que gloria. Mi matrimonio con un pintor duró muy poco. Priorizo actualmente otros sentimientos que me parecen más humanos: la solidaridad, la estima, la amistad. El amor es exclusivo, totalitario, exigente, lleva a excesos que después lamentamos. Y es volátil porque no se basa en la estima.

          No quise tener hijos porque, como dice un personaje de Balzac, “no aprecio lo suficiente la existencia para hacerle ese triste presente a un semejante” (“El cura de pueblo”). Soy atea y tengo una visión pesimista de la naturaleza humana; otro escritor francés que cultivaba el más negro pesimismo, Anatole France, aceptaba que pudieran existir en algún mundo desconocido seres más malvados que los humanos, pero eso le resultaba prácticamente inconcebible.

          El momento más decisivo de mi vida fue aquel en que contemplé  —teniendo siete u ocho años— la tapa del “Billiken” donde una niña miraba la misma tapa: la noción del infinito, como un siniestro alfanje, me abrió la cabeza en dos; todo perdió brillo, mi cielo se nubló para siempre. Esto se agravó más tarde con la pérdida de la fe religiosa. Soy una marginal que no logró salir de la edad de los porqués y sabe que no hay ninguna respuesta.

          Desde muy pequeña me fascinó la palabra escrita; comprender cómo se unen las letras para formar palabras fue un deslumbramiento, la adquisición de la lectoescritura un segundo nacimiento, el más importante. Desde entonces soy lectora compulsiva. Una de las cosas que contribuyeron a abrirme la cabeza fue un cuento cuyo título se me olvidó (¿“La princesa de los gansos”?) y donde una joven —por motivos que tampoco recuerdo— usaba una horrible máscara; un día, creyéndose sola, se la quita y, en lugar del rostro de la “zafia lugareña”, aparece el de una bellísima dama. Más allá de lo insólito que podía resultar ya a mi edad el hecho de afearse voluntariamente —sobre todo tratándose de una mujer— lo que quedó grabado en mi mente con caracteres indelebles fue la expresión “zafia lugareña”, que superaba mi vocabulario infantil y tuve que buscar en el diccionario. Esas dos palabras fueron mi llave de ingreso al mundo de la literatura. ¿Así que las cosas podían decirse de distinta manera y había formas mejores que otras…? Porque comparando “tosca campesina” y “zafia lugareña” no cabía la menor duda: me quedaba con la última. No hubiese sabido explicarlo, sonaba más lindo, algo así como los versos. ¿Intuía ya que la literatura es un modo de existencia, que el lenguaje no se limita a reproducir el mundo, sino que puede producirlo?

          Soy una gozadora nata. Una gozadora amargada, carente de muchos de los placeres a los que aspiró y aspira. De naturaleza indolente y condenada a una vida de laboriosidad, actualmente puteo contra el menor esfuerzo físico, tiendo cada vez más a la catatonia. Me resulta intolerable la obligación, la presión para hacer algo, aun viniendo de mí misma. No hay lujo comparable al del tiempo que se pierde: hacer un paro total de actividades cotidianas para vagar sin un propósito definido por la casa o el jardín, enderezando un cuadro aquí, cortando una flor seca o una rama desangelada allá, viendo si brotaron las semillas, jugando con las perras…¡qué delicia! Ese tiempo que no empleo en nada preciso, que se me va en pavadas, es en fin de cuentas el mejor empleado, el más rendidor, ya que me brinda más felicidad. ¿Necesito la mente vacante, un estado vecino de la animalidad, para rozar por instantes la beatitud?

          No puedo comprender a los viejos fanáticos del laburo; por lo general es una tapadera, una manera de escapar del vacío interior, una forma de desperdigarse. Y si realmente amamos nuestro trabajo durante muchos años, ¿no llega un momento en que debemos descansar, recogernos, sumergirnos en nosotros mismos buceando en busca de ese yo profundo del que hablaba Proust?



          3 – Proust.


          PJ  - Es uno de mis favoritos, me gusta su estilo, sus parrafadas laberínticas, incluso su côté cholulo. “En busca del tiempo perdido”, su obra cumbre, no es una reivindicación de la memoria, sino una lucha denodada contra el tiempo y un intento de hacer universales las experiencias personales. La memoria nos pinta un cuadro convencional del pasado, mientras que ciertos incidentes reencontrados, ciertas sensaciones pasadas (el sonido de una campanilla, el gusto de una madalena, un desnivel del pavimento…) nos permiten comprender la verdadera esencia de los hechos, personajes y circunstancias que los originaron, y acceder a las causas profundas analizando lo que tienen de idéntico ambas situaciones —la pasada y la presente—, fusión que implica una abolición del tiempo transcurrido: son instantes de eternidad que se le arrancan al devenir. Adhiero a su concepción del arte, “que va más allá de la nada en que se diluyen el amor y los placeres”. El amor propio, las pasiones, la inteligencia y el hábito nos ocultan el verdadero sentido de las cosas poniéndoles nombres (las “nomenclaturas”) y fines prácticos para conformar lo que falsamente llamamos vida; el arte debe trabajar en sentido contrario: vuelta a lo profundo, rescate de lo desconocido en nosotros mismos.


         

          4 – Hace algunas décadas el vocablo “escritura” no se usaba tanto, ¿no?

          PJ - Una falsa modestia hace que hoy en día se prefiera el término “escritura” a “literatura”, como si este último nos quedara grande a los escritores actuales o fuese demasiado solemne. Yo escribo cartas, e-mails, listas de supermercado… pero si se trata de un cuento o una novela hago literatura, que podrá ser buena, regular o mala. La literatura es un arte y un oficio, y debe ser llamada por su nombre. A nadie se le ocurre que carpintería y ebanistería son sinónimos. A la frase hay que pulirla, trabajarla como se trabaja la madera. “Vuelvan sobre la obra diez veces, si es necesario”, aconsejaba el viejo Boileau en el siglo XVII. La mejor ficción desmerece con un estilo “escuela secundaria”, desprolijo, lleno de cacofonías, pleonasmos y distorsiones gramaticales y sintácticas. Flaubert acostumbraba gritar sus frases para ver si sonaban bien; creo que exageraba en cuanto al volumen, pero sí, es muy importante el oído y también el sentido común. Es lícito emplear neologismos, localismos, vulgarismos, lunfardo, puteadas (de hecho, yo lo hago a menudo), siempre y cuando la obra lo requiera. Pero, ¿a qué viene utilizar el galicismo “pasticería” cuando existe “pastelería” en nuestro idioma (a menos que sea un francés el que habla) o inventar términos como “separatidad”, “verderol” y “enterratorio”, malsonantes y desangelados? Otra cosa es crearse un lenguaje propio, como Xul Solar o Héctor A. Murena. Sólo tolero la reiteración en las guardas geométricas (como ésas que nos hacían inventar las monjas para las carátulas de cada mes en los cuadernos cuadriculados de matemáticas o ésas que adornan los libros antiguos), en la poesía y como recurso humorístico. Fuera de lo cual la encuentro abominable en cualquier tipo de textos (filosóficos, literarios, ensayísticos o de divulgación científica) y también en las conferencias. Si una noción fue bien expresada, es inútil repetirla. La tautología me genera una muy mala opinión respecto de su autor: o se olvida de lo que ha dicho y en este caso debe dudarse del buen funcionamiento de su mente; o desconfía del cociente intelectual del lector/oyente, lo que resulta ofensivo para éste; o quiere llenar páginas/tiempo a como dé lugarIgualmente odiosas son las repeticiones de palabras (pleonasmos)  —y aquí me refiero exclusivamente al lenguaje escrito— porque atentan contra la eufonía y la elegancia de la frase, y dan un estilo desprolijo. En estas cuestiones me confieso decimonónica como Stephen Vizinczey.


          5 - ¿Y tu escribir?


          PJ - Nunca me fuerzo a escribir. No me angustio si no tengo ganas de hacerlo, no veo por qué un escritor deba escribir constantemente. Es como si el carpintero viviera con el martillo en la mano. A veces no hay trabajo, y con nosotros es igual: a veces no tenemos nada que decir y entonces lo mejor es callarse. Temporaria o definitivamente.

No quisiera ser como ese personaje de Bernard Shaw que decía “Nunca soy tan elocuente como cuando no tengo nada que decir”.



          6 - ¿Lo más real?


          PJ - Mis momentos más reales los viví en el mundo de la literatura. Siempre me sorprendió el empeño de la gente por ubicarte en eso que llaman “realidad”: “Pisá la tierra – Sé realista.” ¿Era más gratificante eso que la ficción o la fantasía? De ninguna manera. Antes de leerlo, ya pensaba como Proust que la verdadera vida, la vida por fin descubierta y  dilucidada —la única que vale la pena— está en la literatura. Ingmar Bergman dudaba que hubiera en la vida más realidad que en sus obras. Y no decía nuestro Macedonio [Fernández] que “los estados de vigilia son, en su mayor porción, más débiles y menos emocionantes que los del sueño […] el cotidiano vivir es en su casi totalidad lánguido y débil, inimportante”? Yo comprendía —aunque confusamente al principio— que había nacido para “espectadora”, para dar testimonio, que no servía para vivir esa realidad de los demás: un desdoblamiento inconsciente, esa impersonalidad apasionada que, según Romain Rolland, es propia de los artistas, impidió que me implicara seriamente en las acciones que exige la realidad. Luego, por supuesto, tuve que fingir que la asumía y desarrollar diversas actividades para ganarme el sustento. “Tomé el pliegue” —como dicen los franceses— pero no pensaba más que en desplancharme y siempre tuve la sensación de estar jugando a ser un adulto. Encontré en “Los Thibault”, novela del escritor francés Roger Martin du Gard un párrafo que tiene que ver con esto último: “Cada uno de nosotros, sin otra finalidad que el juego (por más lindos pretextos que se dé), dispone según su capricho, según sus capacidades, los elementos que le proporciona la existencia, los cubos multicolores que encuentra a su alrededor al nacer… ¿Y tiene realmente mucha importancia si logra construir más o menos bien su obelisco o su pirámide?”

          En este sentido, alcanzar la edad de la jubilación significó una resurrección: poder volver a “mi mundo”, reintegrarme a mi verdadera personalidad después de tantos años de dispersión esquizoide; como la protagonista de “La araña” de Clarice Lispector, yo “no había llegado a ningún punto, disuelta viviendo”. Fue lo que para otros la iluminación religiosa: en determinado momento de la vida todo se soluciona, encuentra su sitio, aparece el verdadero sentido. Reconcentrarme, pensar en serio o divagar… y escribir. Agarrarme a la cola del tiempo. Acariciarle las orejas sedosas a mi perra murmurándole “¿lita nonó la sunata?”, mientras dejo vagar perezosamente la mirada entre las paredes de un foso de verdura. Ningún espacio blanco en una planilla espera ominosamente mi firma, entrada y salida. Ningún jefe que no logró cagar esa mañana piensa hacerlo sobre mi desprevenida humanidad. Soy mi directora, mi patrona, mi reina.
(Continuará)


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